El lomo pequeño de Cachorra
moviéndose entre las baldosas, es un gusanito arrastrándose por la tierra
fresca, un niño gateando en busca de su juguete moviendo la cola para conservar
el equilibrio. Un pedazo de vida que cabe entre las manos, inquieto al toparse
con el nuevo mundo. Terciopelo suave, un vestido de seda acariciado con el
alma. Su pelo tornasolado, son las hojas del pastizal mostrando los diferentes
colores al bailar con el viento, las mil caras de la luna.
Aumenta de peso y
de tamaño, para ser fuerte como los arboles donde le gusta frotarse. Se mueve
velozmente, arroyo de gran caudal que zigzaguea hasta desembocar en la libertad
del pájaro que canta por la noche, girando como un reloj que ya perdió la
cuenta de la cantidad de vueltas que dio. El pasto es el regazo, mullido, un
colchón de esponjas, donde puede descansar. Hasta que vuelve al movimiento
corpóreo, natural, cabalgante como el potrillo que quiere llegar a su meta.
Emana energía cinética, que se propaga como la peste más hermosa, igual al amor
cuando vuela por el aire en micropartículas.
Los días se suceden uno a uno, un balde que se llena y
rebalsa con una gotera que miramos cotidianamente sin querer creer en la dimensión
de sus gotas. El lomo ahora se mueve como un río manso, que aumenta levemente
la marea y vuelve a bajar, fatigado. Redondo e hinchado, un globo de gas denso
esperando ser soltado para volar entre las nubes, escabullirse en ellas. Se
acurruca entre mis pies, siento el calor de un hogar a leña que recorre mi
cuerpo hasta alojarse en el pecho. Me pesa en la espalda cada paseo que la
correa lo tironeó para que no se aleje, las veces que fue almohada, o llevó a
una de mis muñecas hasta su príncipe. Su lomo es mi espalda. Juntas
refunfuñamos para que no llegue el amanecer que nos va a separar.
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