En mis primeros años le escondía los cigarrillos para que no fume. Cuando le recomendaron dejarlo, lloraba si lo veía fumar.
Cuando tenía unos 10 años, un auto le rompió los ligamentos de la rodilla y lo operaron. Lloraba de verlo en la cama con un yeso.
En varias oportunidades me contó a mí o a otros mientras estaba presente la historia de cuando le apuntaron con un arma para robarle, en el billar que iba con los amigos. Todas las veces lloré de imaginarme la situación donde él estaba en peligro.
Un verano estaba en mar del plata con mis papás y mi hermano, y lo extrañé tanto hasta llorar.
Cuando tenía 15, tuvo un infarto. Lloré con la congoja más profunda y el miedo más grande de perderlo.
10 años después, otro problema del corazón. Nuevamente lo mismo.
Desde los 4 años, que falleció mi abuela, su esposa, hasta que me fui a vivir sola, a un departamento a unos metros de distancia del suyo, muchas noches me agarraron ataques de llanto y angustía, por miedo a que la vida me lo arrebate de la noche a la mañana, sin avisar.
A los 25 viajé a Israel, era la primera vez que me iba lejos. Mientras subía las escaleras de Ezeiza y mi familia se iba haciendo pequeñita agitando sus manos en forma de saludo, miraba a mi abuelo y se me caían las lágrimas. Me angustiaba pasar tiempo lejos de él.
Lloré con toda la ira, me desgarré el corazón de dolor, grité hasta quedarme afónica, pataleé, golpeé, el día que supe que estaba enfermo y ya no había nada por hacer. Y desde ahí mi corazón no pudo volver a mantener su ritmo.
Lloré con rabia todas las veces que lo decepcionaron, lo lastimaron, recibió palabras agresivas que no merecía. Aún enfermo, aún cuando ya no está. Pobrecito mi abuelo, profanan su memoria. Todavía no puede descansar en paz. Siempre te voy a honrar, te voy a defender. Como lo hice todos los días de mi vida. Porque nadie te quiere como yo y me alivia saber que lo sabías, lo sentías.
Tantas veces lloré por vos y lo seguiría haciendo, porque no cambiaría ni un día ni un sentimiento de los que vivimos juntos. Porque nada valió más la pena que disfrutar 31 años de tus abrazos, de este amor que mueve montañas, de tu aliento, tu comprensión, tus consejos. Charlas, paseos a la garita, al rosedal, regalitos comprados en el subte. Dormir en el medio de la cama entre vos y la aba. Frutillas con naranja, tuco, aceitunas, latkes de papá. Lo que sea hacías por mí. No me voy a olvidar cómo me cuidaste y te preocupaste por mí cuando volví a vivir sola, lo más lindo era sentir que no estaba sola si estabas cerca mío. Sé que te acompañé mucho en tu soledad los últimos años, que tenías una ocupación que te hacía sentir importante, era pensar en mí, traerme comida todas las noches, ser vecinos. Y lo lindo que la pasábamos cuando venías a cenar con Fede y conmigo y nos contabas tantas historias, anécdotas. Nos elegías para ser los transmisores de tu legado, de tu historia de vida.
Tantas veces lloré por mi abuelo y ahora, que es cuando más tiempo pasé sin verlo ni hablar, hay días que el dolor me apaga el alma, y sin embargo no puedo llorar y quisiera meterme en el pozo de la angustia, pero una fuerza poderosa me tracciona a la superficie. Y aunque ya sepas lo difícil que es para mí extrañarte, no puedo más que escribir y escribir infinitos renglones de amor y dolor. Y soñarte, abrazándonos.
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