A mi hermano Kevin, y la complicidad que nos
une.
Una noche lo descubrimos, él nunca lo notó. JJJ, el
gran personaje mítico de La Paternal. Atónitos, marcamos sus iniciales en una
baldosa, para dar comienzo a la leyenda urbana.
Todas las noches de invierno pasadas la 1 a.m. Juan
José Julata, un hombre flaco de nariz respingada, se viste con ropa dentrecasa:
un sweater Pierre Cardin beige comido por las polillas, un pantalón de vestir
gris por arriba de los tobillos y pantuflas forradas con simil corderito, con
un agujero en el dedo gordo derecho. Camina hasta la alacena vieja, donde posan
tres telarañas y dos cucarachas muertas y, en la única copa que tiene, color
verde musgo, se sirve el champagne preferido de su abuelo. Es blancuzco y tiene
gusto agrio, pero no le parece refinado andar mirando la fecha de vencimiento
de las bebidas. Justo cuando el viento sopla más fuerte, sostiene la copa en
una mano, apoyando apenas dos dedos y levantando el meñique, y se dirige hasta
la puerta. Abre la cerradura siempre medio trabada, medio por dejarlo adentro,
saca un pie al umbral, huele el champagne inspirando hondo, exhala, saca el
otro pie, estira el brazo libre mirando al cielo, cierra los ojos y canta una
estrofa de un tango. Después de la última silaba, con la frente en alto, cruza
la avenida J. B. Justo en línea recta a su puerta, esquivando autos, porque no
le parece de buena educación cruzar por la senda peatonal, ni mucho menos
prestar atención a los semáforos. Levanta alto la pierna, con esfuerzo, a pesar
de sus jóvenes 35 años, para subir a la plataforma del metrobus. Se sienta al
final, en el banco debajo del Martín que está junto al San indicando la
estación. Y recién ahí saborea el champagne de la copa, contemplando su puerta
y los pocos colectivos que pasan por esas horas de la madrugada. Es el paisaje
más encantador del día, sobre todo cuando la lluvia moja el asfalto y ve el peor
reflejo de la rutina. Cada tanto pierde la mirada, y del suelo salen formas
tridimensionales. Entonces, ve pasar un tranvía por el carril exclusivo, con los
animales del arca de Noé, después un tren fantasma a toda velocidad que le
vuela el flequillo, y por último un carruaje de 1810 con una novia vestida de
negro y una peineta en el rodete. Sonríe con la mitad de su boca, dejando
asomar los dientes oscuros, tiñendo de nostalgia su semblante, y se levanta con
fiaca pero satisfecho, pensando en las tostadas. En la copa queda un fondito de
líquido blancuzco con el que rociará los cactus apoyados en la ventana, no tiene
balcón ni terraza, sólo un banco en la estación donde sentarse a que el frio le
cale los talones que las pantuflas no llegan a cubrir. Baja de la plataforma de
la estación, cruza esquivando los autos, abre la cerradura medio trabada, medio
por dejarlo afuera, y se mete rápido en su casa, como para que nadie lo vea, ni
descubra sus hábitos.
Desde aquella vez que lo conocimos, cada madrugada volvemos
a espiarlo a través de los vidrios de Torino, llevamos binoculares, para observar
los detalles de sus movimientos. Cuando se va, jugamos a imitar su manera de
caminar, sus gestos. Nos sentamos en el mismo lugar, cerramos y abrimos grandes
los ojos, hasta que nos irrumpen las carcajadas por sentirnos tan ridículos, de
estar con los ojos como cuatro platos y aun así no lograr ver nada fuera de lo
común. Apenas pasa la risa, se nos pone la piel de gallina, nos da un poquito
de miedo y nos miramos seriamente. Entonces, volvemos a hacer la promesa de
guardar para siempre el secreto de quién es en verdad JJJ, o quién ha sido.
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