El pelo negro y carré, un mechón blanco que corta con el
azabache bordea la frente y se lo acomoda cada tanto con los dedos. Nunca fue a
la peluquería, prefiere sus tijeretazos, algo rápido y sencillo. Y nada de
tinturas. Mira el teléfono, verde militar con botones
negros, mezcla de antigüedad y vanguardia. Va a marcar y esperar a que la
atiendan, su hijo debe saberlo.
Todos los días Oscar llega primero a la oficina, incluso
antes que su jefe cascarrabias, y compra tres facturas: una medialuna de grasa,
una bola de fraile con crema pastelera y un moño de membrillo. Tiene debilidad
por lo metódico, debe bajar el cordón con el pie de derecho y subirlo del otro
lado con el izquierdo. Esta vez algo ha fallado en sus cálculos matinales, lo
presiente por la manera en que el colectivo frena abruptamente en la parada
donde desciende. Baja el cordón con el pie derecho y cruza Viamonte, esquina Suipacha,
mirando su reloj, deseando no haberse pasado del minuto en el que debe pisar el
cordón con el pie izquierdo.
Pedro pasa el primer rato de la mañana escuchando cómo su
mamá lo reta desde la cocina, en una hora es la prueba y no estudió lo
suficiente. Él prefirió jugar todas las tardes a la pelota en el pasaje de la
vuelta, o cambiar figuritas con Joaquín. Además, no le gusta la Física. Su
materia preferida es literatura, sobre todo cuando la seño le da para leer
cuentos fantásticos, de brujas, o futuristas, o cuando lo deja que escriba un
cuento con tema libre. Pedro intenta una vez más
memorizar un párrafo de su manual, lo lee en voz alta, casi gritando "Los
pesos de dos cuerpos que reaccionan sobre un mismo peso de un tercer cuerpo
indican, por sí o multiplicados por un factor sencillo, los pesos de aquellos
cuerpos que reaccionan entre sí, si es que pudieran reaccionar."
El mar en las costas del Sur está revuelto, pica con
fuerza en las piedras. El sol se refleja en el agua, y las olas en los
acantilados. Después de una tormenta fuerte, la orilla se llena de caracoles y
conchillas que lastimarían las plantas de los pies. Pero en invierno las playas
están desoladas. Quedan los grafitis en las piedras de las parejas que allí se
besaron. El sonido de los pájaros combina melodías con el chasquido de las
olas. Sola la naturaleza despliega sus sentidos, el sol salió hace un rato
largo, no hay precisiones sobre el tiempo. El mar trae
consigo una bolsa de plástico roja envuelta en algas, la deposita en la orilla
y abre un misterio.
Un ramo de flores lanzado por una novia y atrapado por
una joven reposa
en un florero antiguo sobre la mesa. Se lo regaló su abuela, con la promesa de que
lo luciera en su hogar de casada. No imaginaba la anciana, que las chicas
modernas vivirían solas antes del matrimonio. Claudia adora a Marisa y sus
ideas de Cenicienta, por eso aún conserva el ramo, a pesar de que el casamiento
fue hace dos semanas. Yendo al baño a lavarse los dientes, pasa y ve que las
flores ya están marchitas, especialmente una, que están por desprenderse sus pétalos.
Piensa qué tienen en común ese ramo y ella, en la fiesta, en el instante en que
salta, estira los brazos y lo atrapa. Cae sobre el mantel el pétalo
marchito de una flor, y desparrama en el aire su última fragancia, una mezcla
de olor a jazmín, a hoja seca, a humedad.
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