En el fondo del cuerpo, llevaba un enigma. Indescifrable e incierto, como las palabras que solía pronunciar. El lenguaje, su mayor virtud, no podía desenmarañar el nudo de su herida profunda y altiva, que iba desangrando cada parte de sí.
La muerte del enigma era el permanecer, sólo así podría continuar. Sus ojos, ofuscados por la niebla de signos, no le permitían ver el camino. Necesitaba ahora otro renacer, inconsciente, irreal, daba lo mismo. Dar vida a una nueva encrucijada, hasta dejarla morir una vez más para seguir.
Con el cuerpo mutilado, iba escupiendo lo que intentaba comunicar, mientras no hacía más que perderse entre preguntas y exclamaciones. Conocía el mundo tras las heridas, pero no podía permitirse que escapara algún enigma. Suponiendo que ahí estaba el código compartido: en sacarle provecho a las incomodidades que se refugiaban en la rutina.